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Testigos de la Luz

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lunes, 7 de mayo de 2012

La Escalera Espiritual - La Dirección de San Pedro


El marco de esta cita introductoria de la segunda carta del apóstol San Pedro está en las recomendaciones detalladas que deja a sus fieles –a manera de camino espiritual- para que estos se esfuercen con tenacidad y perseverancia.

La preocupación general por la que dicho camino espiritual se encuentra tan finamente detallado puede fácilmente radicar en el deseo del apóstol de estimular en sus fieles un verdadero deseo ardoroso por alcanzar la gracia y santidad. Denota de la característica en como expone el primer Papa este singular camino de santidad que la Sola Fides no es suficiente, que una fe «tan preciosa como la nuestra» hay que acogerla, interiorizarla, entenderla, vivirla, madurarla, etc., para que el fruto de esta fe tan preciosa sea abundante para la gloria de Dios. «Precisamente San Pedro reza para que la gracia y la paz se multipliquen en sus lectores, y los exhorta a seguir adelante, invitándolos a ser diligentes en el crecimiento y acentuando la necesidad de poner medios efectivos»[1]

La “dirección de San Pedro” como suele ser más comúnmente conocida en la Iglesia se desarrolla en el marco de once versículos (2da. Pe. 1, 5 -11) de los cuales podemos tomar como eje central la resolución de medios ascéticos que se concentran  entre los versículos del cinco al siete, en donde el apóstol invita a acoger un sistema de virtudes como un camino concreto para colaborar con el plan de Dios de que todos y cada uno de nosotros podamos alcanzar la santidad. «Vosotros, pues sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial»[2]

No pocas espiritualidades en la Iglesia han visto en este “sistema de virtudes” un legado espiritual del apóstol y un medio concreto por el cual no solo se camina individualmente, sino que, a lo que cada cristiano lo aplica a su vida y se esfuerza por seguirlo a la vez que progresa en santidad y virtud, progresa con el también la Iglesia como cuerpo místico de Cristo que se purifica y santifica a medida que se ejercitan en la santidad su miembros.

Esta «fe preciosa» a la que nos remite San pedro debe ponerse por obra para que se haga concreta y produzca por ende el fruto que el Señor espera en cada uno de nosotros. El primer Pontífice era completamente consciente de esto y por eso dice «poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y elección. Obrando así, nunca caeréis»[3].  

Vemos como entonces la “dirección de San Pedro” o sistema de virtudes que el apóstol propone es verdaderamente un camino de santidad que nos lleva a la configuración plena con el Señor y nos alcanza para gloria de Dios la vida plena en la santidad de Vida.


[1] Pierce Kenneth B. La escalera Espiritual de San Pedro, Pg. 70, Fondo Editorial, Lima, 2010.
[2] Mt. 5, 48.
[3] 2da. Pe. 1, 10.

miércoles, 7 de marzo de 2012

“Ayudarnos entre nosotros para ayudar a los demás”


Este es uno de los principales lemas del Movimiento de Vida cristiana y es a la vez una muestra irrefutable del espíritu de caridad en común que se vive igualmente en la Iglesia. Ahondar en el misterio de la caridad, es ahondar a su vez en el misterio del Amor. Dios es Amor.

«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado»[1] nos dice San pablo. Así se abre ante nosotros la perspectiva del amor, no como un fruto de la acción del hombre, sino más bien como algo que nace más allá del propio hombre. Una perspectiva que deja entrever lo esencial de la naturaleza humana, su característica más honda y constitutiva. El hombre es un ser creado del amor para amar. La meta a la que todo ser humano se ve llamado desde lo profundo de su interior consiste en vivir a plenitud eso que es propio de su ser y de su naturaleza. En la encarnación del Verbo vemos explicitada esta verdad tan fundamental para el ser humano, «Cristo nuestro Señor […] manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»[2].

Ayudarnos entre nosotros…

«Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado»[3] dice Jesús -en lo que el evangelio de san Juan llama “las despedidas”- a sus discípulos. Cristo sabe que es el amor la fuente de la vida, que el hombre necesita amar y ser amado; que es en el amor donde todo ser humano se encuentra en una misteriosa y a la vez preciosísima comunión con la trinidad y por eso nos dice “amaos unos a otros”. La novedad –por así llamarlo- del amor humano recae en la donación de sí. Existe en el corazón de la persona una necesidad apremiante, muchas veces asfixiante de dar y compartir de lo que es suyo. A la vez ese donar de sí mismo que experimenta la persona es además saber acoger y recibir al otro que también se dona, comparte y se compromete a sí mismo por el acto de donarse[4]

El mandamiento del amor implica de fondo una corresponsabilidad espiritual que se hace concreta en los gestos del amor divino que la persona puede replicar entre quienes lo rodean. Los talentos y dones de cada uno no son para ser almacenados en estanterías de bodega ni para ser desperdiciados, sino para el eficaz despliegue del amor en coordenadas de servicio a los demás y ayuda solidaria para aquellos que más lo necesitan.

“nadie da lo que no tiene” solemos muchas veces decir. Pero ese dar de lo que se tiene no es solo lo que cada uno puede dar desde lo que es propiamente suyo, implica además cuanto se pueda acoger de los demás que lo rodean para el propio crecimiento y un mejor apostolado. “Ningún hombre es una isla” es el título del famoso libro de Thomas Merton y es verdaderamente cierto, lo seres humanos llevamos en el corazón la impronta de la comunidad; somos seres de naturaleza relacional y no es producto de la casualidad o adaptación al ambiente –como podrían alegar no pocos racionalistas modernos o también algunos fanáticos del evolucionismo- sino más bien es el amor que constituye el ser del hombre que es en sí mismo comunión y que invita a quien se deja tocar por el amor a amar.

…para ayudar a los demás

«Ser solidario es ayudar a llevar las cargas de los demás, en especial las de aquellos que más sufren y que se encuentran más necesitados, de los pobres de bienes materiales y de los carentes de bienes del espíritu»[5]. Como veníamos diciendo el amor es una fuerza expansiva, el hombre no puede contenerlo dentro de sí y no compartirlo; su fuerza es tan grande que invita a quien lo vive a expresarlo a otros en formas concretas de ayuda solidaria y humana.

Una cultura de la solidaridad fraterna, expresión de esa comunión de amor entre los seres humanos, conlleva la plasmación social de ese espíritu «que ha sido derramado en nuestros corazones»[6] Dios toma la iniciativa de invitarnos a vivir el amor con la firme esperanza de que podamos también nosotros reproducirlo desde nuestras realidades concretas; cada uno desde su propia vocación particular.  Esa caridad social a la que nos vemos también invitados por el amor conlleva «un esfuerzo consciente y decidido por trabajar en beneficio del auténtico desarrollo de la persona humana, pasando de condiciones menos humanas de vida a condiciones más humanas»[7].

El amor es una fuerza difusiva en sí misma y en la medida en que más podamos acoger al amor y a la reconciliación que ello conlleva en la vida de cada persona nos veremos al mismo tiempo mayormente capacitados para amar intensivamente y cada vez en maneras más diversas y abarcables a Dios, a nosotros mismos, a nuestros hermanos y a la creación toda.


[1] Ver Rm. 5,5
[2] GS. 22
[3] Jn. 15, 12
[4] Ver Figari, Luis Fernando. “Catequesis sobre el Amor” en Formación y Misión, Pg. 17. Vida y Espiritualidad, Lima, 2008.
[5] Figari, Luis Fernando. “Santa María portadora de la Buena Nueva” en Haced lo que Él os diga. Pg. 191. Instituto de Desarrollo Integral de la Persona, Santiago de Guayaquil. 2009
[6] Ver Rm. 5, 5.
[7] Regal V., Eduardo. La ética cristiana, camino de la vida personal y social. Pg. 31. Vida y Espiritualidad. Lima. 2009.