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Testigos de la Luz

viernes, 21 de octubre de 2011

Los sacerdotes en nuestro tiempo



Un colaborador nos ha hecho llegar un conferencia muy especial que dio el Card. Mauro Piacenza, Prefecto de la congregación para el Clero, en un encuentro con los sacerdotes. tras haberlo revisado, publicamos extractos de la conferencia que tratan justamente sobre la identidad y postura de los sacerdotes en nuestro tiempo.
Vivimos en un mundo inestable. Existe una inestabilidad en la familia, en el mundo del trabajo, en las diversas asociaciones sociales y profesionales, en las escuelas y en las instituciones. El sacerdote debe ser, sin embargo, constitucionalmente un modelo de estabilidad y de madurez, de entrega plena a su apostolado. En el camino inquieto de la sociedad, se presenta con frecuencia un interrogante a la mente del cristiano: «¿Quién es el sacerdote en el mundo de hoy? ¿Es un marciano? ¿Es un extraño? ¿Es un fósil? ¿Quién es?».

La secularización, el gnosticismo, el ateísmo, en sus varias formas, están reduciendo cada vez más el espacio de lo sagrado, están chupando la sangre a los contenidos del mensaje cristiano. Los hombres de las técnicas y del bienestar, la gente caracterizada por la fiebre del aparentar, experimentan una extrema pobreza espiritual. Son víctimas de una grave angustia existencial y se manifiestan incapaces de resolver los problemas de fondo de la vida espiritual, familiar y social.

«Dios es una inútil hipótesis - escribió Camus - y estoy perfectamente seguro de que no me interesa». Si después tuviéramos que dirigir la mirada al conjunto del panorama de los comportamientos morales, no podríamos no constatar la confusión, el desorden, la anarquía que reina en este campo.  En este contexto, la vida y el ministerio del sacerdote adquieren importancia decisiva y urgente actualidad. Mejor aún - permitídmelo decir - cuanto más marginado, más importante es, cuanto más considerado superado, se convierte en más actual. Todos sienten la necesidad de reformas en el campo social, económico, político; todos desean que, en las luchas sindicales, y en la proclamación económica se reafirme y se observe la centralidad del hombre y el perseguimiento de objetivos de justicia, de solidaridad, de convergencia hacia el bien común.

Todo esto será sólo un deseo, si no se cambia el corazón del hombre, de tantos hombres, que renueven por su parte la sociedad. Es justo que el sacerdote se inserte en la vida, en la vida común de los hombres, pero no debe ceder a los conformismos y a los compromisos de la sociedad. ¿A qué serviría un sacerdote tan semejante al mundo, que se convierte en sacerdote mimetizado y no en fermento transformador? Ante un mundo anémico de oración y de adoración, el sacerdote es, en primer lugar el hombre de la oración, de la adoración, del Culto, de la celebración de los santos Misterios. 

Ante un mundo así el sacerdote debe hablar de Dios y de las realidades eternas y, para poderlo hacer con credibilidad, debe ser apasionadamente creyente, ¡como también ser “limpio”! debe aceptar la impresión de estar en medio de la gente, como uno que parte de una lógica y habla una lengua diversa de los otros. Él no es como “los otros”. Lo que la gente espera de él es precisamente que no sea “como los demás”. responde a las exigencias de la sociedad, haciéndose voz de quien no tiene voz: los pequeños, los pobres, los ancianos, los oprimidos, marginados. No pertenece a sí mismo sino a los demás. No vive para sí y no busca lo que es suyo. Busca lo que es de Cristo, lo que es de sus hermanos. Comparte las alegrías y los dolores de todos, sin distinción de edad, categoría social, procedencia política, práctica religiosa.

El sacerdote no dudará en entregar la vida, o en una breve pero intensa temporada de dedicación generosa y sin límites, o en una donación cotidiana, larga, en el estilicidio de humildes gestos de servicio a su pueblo, debe ser contemporáneamente pequeño y grande, noble de espíritu como un rey, sencillo y natural como un campesino. Un héroe en la conquista de sí, el soberano de sus deseos, un servidor de los pequeños y débiles; que no se humilla ante los poderosos, pero que se inclina ante los pobres y pequeños, discípulo de su Señor y cabeza de su grey.

La esperanza del mundo consiste en poder contar, también para el futuro, con el amor de corazones sacerdotales límpidos, fuertes y misericordiosos, libres y mansos, generosos y fieles. Amigos, si los ideales son altos, el camino difícil, el terreno quizás menos minado, las incomprensiones son muchas, pero todo podemos con Aquel que nos da fuerzas (cfr. Flp 4,13). Más allá de las inquietudes y contestaciones que agitan el mundo, y se hacen sentir también dentro de la Iglesia, están en acción fuerzas secretas, escondidas y fecundas en santidad.

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