La
oración es ese camino de dialogo con Dios, esa «cadena de oro fino» que une
verdaderamente a Dios con los hombres. No por nada nos dice el Señor «cuando
dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio ellos».
Son
innumerables la cantidad de sectas y movimientos que hoy profundizan en
técnicas meditacionales, caminos de relajación –o de encuentro como los llaman
también- desde las más arcaicas hasta exóticas en su fondo y forma. El
florecimiento de estos “novedosos caminos actuales” nos habla de la profunda
necesidad del hombre de encontrarse con Dios, nos hablan de su profunda hambre
de más; de su nostalgia de infinito. Todo esto si lo contrastamos con la
cultura de lo superficial que hoy se encuentra en todos lados; nos habla. El
hombre tiene necesidad de Dios, le es natural esa tensión a Él y lo reconoce y
lo busca.
«El
dialogo con Dios se enraíza en la naturaleza misma del ser humano, en su anhelo
de encuentro pleno» por esto se puede afirmar –como nos dice Luis Fernando
Figari- que «la oración responde a la
intranquilidad que hay en el corazón del hombre […] le es esencial». Es el
mismo Señor el que nos invita constantemente a velar y orar. «Orad siempre sin
desfallecer».
Nuestra
oración es esa respuesta a la respuesta que Dios nos ha dado queriéndose
acercar a nosotros. Es la respuesta a nuestra identidad, el contacto con
nuestro interior nos lleva siempre al contacto directo con Dios pues al
participar de su ser nos ha dado la capacidad de compartir con Él toda nuestra
vida.
Cuando
hablamos de oración para la vida y el apostolado hablamos de que esa oración
ganada a fuerza de momentos de encuentro con Dios debe iluminar toda nuestra
vida, todas nuestras acciones. Todo en
nosotros debe reflejar aquella respuesta de la que hablamos, ante esto María es
un clarísimo ejemplo, su respuesta fiel en el “fiat” fue un momento de oración
que ilumino toda su realidad y todas sus acciones cotidianas, no por nada
muchos maestros espirituales la llaman “maestra de oración”. Así como María si
nosotros pudiéramos hacer que toda nuestra vida sea respuesta al Plan de Dios,
haríamos que cada cosa del día fuera en sí misma oración. Una oración continua.
Es donde entramos en que la vida y el apostolado son hechos oración.
Juan
Pablo II dirá que «Jesús de Nazaret oraba todo el tiempo sin desfallecer; la
oración era la vida de su alma y toda su vida era oración». En el modelo de Jesús encontramos «un
perfecto ejemplo de cómo se deben unir estas dos realidades; la constante
comunión con el Padre y la vida intensamente activa».
Sin
esta unidad se corre el profundo riesgo de la desorientación, de las
lamentaciones. San Juan Berchmans dice que «toda apostasía en la religión tiene
su origen en la falta de oración» y con razón lo dice pues el que deja de rezar
pierde el horizonte, descarrea del camino, poco a poco, cada vez más. Caer en activismos no es nunca la respuesta,
ser apóstoles supone que seamos además de hombres de acción, hombres de
oración.
Aspirar
a que toda nuestra vida y nuestro apostolado sean oración supone la
concatenación, la unión, de esos momentos fuertes de oración en donde
dialogamos como amigos con Dios y la consagración cotidiana de todas nuestras
actividades, gestos, palabras y pensamientos a Dios que es donde nos
encontramos con Él como ese Dios cercano que busca acercarse a nosotros. Así «Todo acto es oración si es don de sí
para llegar a ser» nos dice Saint-Exupèry. Esto por supuesto constituye todo un
programa de vida. Un vivir cada vez más comprometidamente una “espiritualidad
de lo cotidiano” que a medida que la practicamos nos va asemejando al Señor,
nos va conformando a Él “modelo del hombre nuevo” haciendo que toda nuestra
existencia se despliegue «en una vida santa y en un apostolado fecundo».
No hay comentarios:
Publicar un comentario