« ¡Qué bueno es estarse aquí Señor! Preparemos tres tiendas
para pasar aquí la noche» Lc. 9, 33.
La experiencia de estar en vigilia junto al Señor
sacramentado es fácilmente asociable a la de los discípulos cuando son llevados
al monte a ver al Señor transfigurarse. La forma de Dios revela el misterio.
También a nosotros hoy se nos muestra tal cual es. El Hijo del Padre se revela
completo en el símbolo de su amor, y la acción de su gracia santificante –como
entonces- nos hace turbarnos como aquellos apóstoles y caer también rendidos
ante la belleza.
Así como entonces también hoy se da ese encuentro misterioso
de Dios con sus ángeles, santos y profetas en donde el dialogo intimo y amoroso
se refleja en derrame de virtudes para nosotros que jugamos en este encuentro
el papel de los apóstoles. ¿Cómo no querer quedarse en este sosiego que nos da
el espíritu? ¿En esta paz que nos da el Señor con su presencia real en el punto
máximo de la expresión de su amor?
Contemplar la eucaristía, es contemplar un misterio grande.
Ajeno a toda racionalización secular. Contemplarla es admirarse ante la belleza
sencilla de Dios. Es toparse cara a cara; de corazón, con el misterio de la
transfiguración de Jesús.
Ver a Dios cara a cara ¡cuánta admiración! Y hasta da algo
de miedo al ver la propia finitud ante
tan grande regalo que Dios nos hace. Dios, nos permite ingresar –si así lo
buscamos- a los misterios de Su corazón, nos permite escudriñar sus
pensamientos, ver en el libro de su Plan de amor. ¿Qué Dios hace eso que no sea
el nuestro? Nada hay más grande y misterioso que la trinidad ¿y que se deje
palpar así de perceptible? ¡Es de locos! Y es que es precisamente eso lo que se
expresa en el misterio de la eucaristía. La locura de Dios que por su amor se
hace carne en el inmaculado vientre de una virgen y da Su vida; humana y
divina, asido a una cruz para morir por una creatura contingente. El que es
Amor, se hace mendigo del amor humano para nuestra salvación. Figura que esta
tan bien expresada en la vigilia eucarística.
¿Qué actitud asumir, pues, ante tan inmedible gracia donada?
La de María.
Su ejemplo de elocuente espera y contemplación ante el
misterio, nos educa casi sin percibirlo en el dialogo eficaz para decir cuanto
es justo y necesario y no caer en inútiles verborreas, para no caer en los
llamados “silencios incómodos” fruto del desorden del corazón, para no apuntar
a las aristas del amor que se derrama en dones del espíritu; sino más bien ir
cada vez más a lo esencial.
De Ella podemos aprender a rumiar con inteligencia oblativa
en los pensamientos de Dios. Nadie mejor que ella conoce verdaderamente a esa
comunión trinitaria de amor que se revela en el pan eucarístico. Puede que su
accionar en el encuentro pase desapercibido, pero al igual que Jesús, María no
se expresa en el barullo, su voz se percibe clara en el silencio del alma; en
la quietud del espíritu. La pureza no se ostenta por eso se acoge a un perfil
bajo, al contrario de la impureza, esta no necesita del aplauso aprobatorio o
del vituperio del mundo y por eso al percibirla más de cerca se derrama en don
en abundancia.
María, modelo de espera y esperanza, que particularmente
recordamos y meditamos en el sábado santo, nos muestra con claridad cómo
debemos acercarnos al Señor presente verdaderamente en la eucaristía, la
disposición, la apertura, la ternura, las palabras, todo nos lo enseña María.
Su fin no es otro que acercarnos cada vez más a Jesús con esa pureza perfecta
tan característica suya. Aprendamos de María a contemplar el Misterio de Dios.
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